Reflexionar sobre el quehacer docente es
una necesidad constante que debe realizar toda persona que directa o
indirectamente se encuentre vinculada con ésta; desde luego, que los más
obligados a ello serían los propios docentes y las autoridades académicas.
Pretender ejercer la practica educativa sin
tener claro los fines y propósitos que pretendemos alcanzar, no es educar,
quizá cuando mucho, se convierta en un proceso de adiestramiento, el cual, ante
la falta de claridad de objetivos, correrá el riesgo de fracasar rotundamente.
Por ello, las instituciones educativas y
sus directivos, docentes, administrativos, padres de familia y el medio social
donde se encuentre ubicada la institución, deben tener claro qué es lo que se
pretende ofrecer a los niños o jóvenes que acuden a un aula, pues de ello
depende el producto humano que obtendremos a su egreso.
El camino de la
educación y formación del ser humano siempre va a requerir de un instructor, de
un guía, de un formador, de un educador, de un escultor que dé la forma y el
detalle de perfección a la obra y lleve la masa hacia la supremacía de lo que
puede ser...
Pero todo formador
o educador requiere, sobre todo, conocer y entender el fin y el objetivo de su
obra; y ante todo, conocer, en primer lugar, el objetivo y fin de sí mismo.
Requiere alcanzar
su mayor esplendor para transmitir en su trabajo formativo, las pinceladas y
trazos que harán del ser en formación, un sujeto capaz de alcanzar el más
sublime de los conocimientos: el conocimiento de sí mismo como ser individual,
inteligente, creador y humano.
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